Martes 30 de julio de 2024
No imaginas las veces que he empezado a escribir esta carta en la mente. Pensaba y pensaba en lo que me gustaría decirte sin decidirme por un comienzo. Tal vez era la emoción porque esta es la carta de aniversario o quizás los nervios de siempre.
Ya no recuerdo ninguno de los borradores que, sin éxito, intenté guardar en la memoria. Eso hace parte de las ventajas y desventajas de olvidar. El lado bueno, es que al final tengo que sentarme a poner los pensamientos en el orden en que quieran llegar.
No estoy en casa. Son las 07:27 de la mañana y sigo en la cama. Tres cobijas me envuelven como a un burrito. Si saco el brazo, no tarda ni un minuto en tomar la temperatura fría del ambiente. Y sin embargo, me arropa la sensación de gratitud por este momento, por lo que vivo ahora, por las oportunidades e incluso por el temor a lo nuevo, a lo que no estaba planeado.
Quise hacerte un obsequio: un viaje para celebrar nuestro primer año de correspondencia. Lo registré con la esperanza de que pudieras acompañarme. Me propuse recrear la travesía, grabarte el paseo en diferido, así como los programas de radio que se emiten semanas después de su grabación.
Te recomiendo que esta vez uses audífonos y que sigas la lectura mientras escuchas la sorpresa que preparé para ti. También puedes cerrar los ojos y oírla sin más. Como prefieras está bien. Lo que sí quiero anticiparte es que puse tanto de mí en esta carta que es muy probable que me sientas mucho más cerquita que en cualquiera de las que he escrito hasta ahora.
Estás a unos segundos de teletransportarte, así que prepárate. ¿Qué dices? ¿Hacemos el conteo regresivo juntos? Vamos allá: cinco, cuatro, tres, dos, uno, ¡nos fuimos!
Estoy en el aeropuerto. Llegué un poco antes de las seis de la mañana. Me puse un saco negro con capucha y unos jeans anchos. Me gustan los abrigos que me quedan grandes porque siento que lo que llevo puesto es un abrazo. Me senté al lado de un señor de traje. Tiene unos zapatos negros que parecen nuevos de lo mucho que brillan. Está hablando por celular con su esposa. Cada vez que su hija está en la línea, él cambia el tono de su voz y deja de ser un hombre serio. Más bien pierde elegancia y adquiere ternura. Le habla como yo le hablo a Renato, mi perro, o como la mayoría le habla a los bebés. No dormí mucho anoche, pero descansé. Siempre que voy a viajar sufro de insomnio.
Hace más de dos años que no me subo a un avión. El taxista que me trajo me dijo que los aviones de esta aerolínea son muy grandes. El amanecer con vista panorámica que tuve desde el carro me sacó sonrisas y las noticias de Caracol Radio unas cuantas arrugas en la frente. Ganó Maduro. ¡Oh, qué sorpresa! Nadie imaginó que se robaría las elecciones. “Hola mi amor hermosa, cómo está de preciosa”. El señor distinguido me distrae.
Quiero leer un rato, pero tengo sueño. Quiero escribir la carta # 13 mientras espero, pero mi celular no tiene tanta carga y lo necesito. Acaban de entrar dos niños. Cada uno carga un peluche en forma de bola que es casi de su tamaño. Calculo que tienen unos siete años. Se acercan al ventanal que ocupa la pared frontal y lateral derecha de la sala de abordar. “¡Es el avión más grande que he visto!”, dice uno. “¡Sí, yo también!”, responde el otro. Su papá se acerca a tomarles una foto. Ambos sonríen y en el momento del flash gritan: “¡Avión!”. Corren hacia su papá y uno de ellos, al mirar el celular, exclama emocionado: “Wow, ¡qué linda! Eso será un recuerdo”.
Mientras tanto, pienso en Jesús y en el llamado que nos hace a ser como niños. Cuánto cambiaría mi vida si intentara vivir como ellos y fingiera que tengo cámaras en vez de ojos. Entonces sería consciente de eso, de que todo será un recuerdo y me enfocaría en tomar las fotos más bellas.
“Los aviones son increíbles”, continúan al fondo. Me encanta sentir la emoción en sus voces. Parecen sacados de un programa de Nick Junior. Siguen en el ventanal. “Nunca imaginé que los aviones serían tan grandes”. “Y tan largos”, contesta el otro.
No puedo disimular que tienen toda mi atención. Huele a pan de bono. Me distraje de nuevo. Los niños desaparecen de mi radar. Mi estómago hace bulla. Me anticipo a la pena y, antes de que alguien se entere, me levanto y busco al pan de bono. “No hay pan de bono”, me responden desde la caja. Mis tripas se resienten cuando escuchan que tardará veinte minutos en salir del horno. Voy al baño. No entiendo cómo hay gente que hace del uno y del dos en los aeropuertos o en cualquier lugar público. Yo no puedo. Salgo rápido cuando la voz del parlante nos avisa que estamos listos para abordar.
La gente que da las indicaciones en los aeropuertos parece que tuviera gripa todo el año. No les entiendo nada y si capto algo es porque hago un esfuerzo.
Me mareo un poco cuando paso por la plataforma que lleva hasta el avión. Ingreso, busco mi puesto y me entero: me tocó el pasillo. En mi asiento se percibe una vibración que se hace más fuerte en los pies. Una mujer que se encuentra diagonal a mí no para de scrollear en su celular desde que nos subimos. Otra que está justo detrás de mí contesta una llamada de una amiga. Una bebé llora.
Comienza la demostración de las azafatas. A mí me causa gracia cada vez que las veo abrochándose el cinturón, poniéndose el chaleco y la mascarilla. Muy poca gente les presta atención. Ellas están acostumbradas a ignorar ese hecho y continúan con el protocolo. Sus manos nos indican en qué partes se encuentran las salidas de emergencia. La más cercana está después de la fila diez en la que, tres personas que no se conocen, duermen juntas. Sé que no tienen ni idea a quién tienen al lado porque los vi en lugares distintos antes de abordar.
Despegamos. Siento náuseas. Hay mucho viento y el avión se mueve de más. Ay Dios mío, ojalá recuerde en dónde está el salvavidas. Escucho a los gemelos. Quedamos cerquita. No tienen miedo. Aunque las ráfagas de aire amenacen con destruirnos a todos, ellos ni se enteran. Ríen y siguen emocionados.
Una joven de unos veintitantos lee un libro en la seis c. Las azafatas se pasean, reparten los refrigerios y regresan con su carrito. El avión huele a pastel de pollo y a café con leche. No sé si la azafata alega algo a su compañera o si le está contando un chisme en el que, por su cara de disgusto, parece que es la protagonista o que está involucrada en el enredo. El sol forma líneas en el suelo. Esa misma azafata de pelo negro vuelve a pasar, sonríe y finge que es alguien más. Ya no es la misma que hace un minuto estaba de mal genio. Vuelve a su papel.
En los espacios entre las sillas también ocurren cosas. Alcanzo a distinguir una pantalla y unas gafas de alguien que ve videos de granos. Le hace zoom al procedimiento. Me da asco, me concentro en otra cosa y me olvido del tema. En un rato vuelvo a mirar. Sigue con los barros. Lo que más me sorprende es que descargara los videos o, ¿acaso tendrá internet? Lo único que sé es que esa porquería tiene nombre. Se llama forunculofilia. Cada quien tiene sus rarezas, quién soy yo para juzgarla. Si puedo pensar en qué se sentirá hacer del dos en el aire, por qué ella no puede disfrutar del momento en el que una espinilla sale disparada.
Perdemos altura. El señor del fondo de mi fila, el que no me saludó cuando le dije buenos días y al que le tocó la ventana, tiene cuatro cicatrices pequeñas en la cabeza. Está calvo, pero no sé si a propósito. Puedo ver el mapa de las batallas dibujadas en su cráneo.
Algo llama la atención de los gemelos y empiezan a describir lo que aparece en sus ventanas. Gracias a ellos pude disfrutar del paisaje en mi mente.
Nos avisan que vamos a aterrizar. Me preparo para el sacudón.
¡Llegamos! ¡Estamos vivos! Pero claro, no podía irme sin una anécdota. Por alguna razón me pasan las cosas más locas y chistosas. Eso sí, en el momento en el que ocurren no tienen ninguna gracia, al menos no para mí. No supe cómo desabrocharme el cinturón y el muchacho a mi derecha tiene afán y no puede salir. El tipo de las cicatrices tampoco. Me miran y mueven la cabeza en modo de reprobación. Me apuro. Esta cosa no abre.
Por fin me suelto. Estamos listos para salir del avión y de este recorrido. Ya puedes abrir los ojos. Bienvenido de vuelta. Te abrazo, te agradezco por acompañarme y te dejo continuar con tu día. Te deseo un feliz final de mes. Aún nos quedan unos cuantos días más para vivir como niños. Nos leemos y escribimos pronto.
Con amor,
Silvi
Posdata: con esta carta me tardé un poco más de lo que hubiese querido. Las razones: un resfriado (la venganza del personal del aeropuerto) y que me obligué a no publicar nada en julio. De haberlo hecho me habría perdido del presente maravilloso y de disfrutar lo que tenía enfrente. Quería crear algo distinto al repaso que suelen hacer en Substack del proceso, los retos y aprendizajes de un año en esta plataforma. Ya habrá tiempo para contarte, quizás en la de agosto, por qué no. En cuanto a julio, fue un mes que llegó como una ola que me revolcó y me cubrió de arena. Y estar en medio de ese caos inesperado que me llevó en una dirección distinta, fue divertido.